Reforma penal: cadena perpetua…y 100 páginas más
El pasado 21 de enero, el Pleno del Congreso aprobó el Proyecto de Ley Orgánica de modificación del Código Penal, pendiente ahora de entrada en el Senado para encarar la última fase de su tramitación parlamentaria. Los cambios impulsados por el Gobierno tienen como medida central de propaganda la introducción de una novedosa prisión indeterminada revisable, que ha sido furibundamente denostada por todos los sectores críticos como una cadena perpetua encubierta. Pero corremos el riesgo de que este árbol –aunque alto y de espeso follaje– nos impida vislumbrar el frondoso bosque: en efecto, se trata de una reforma de gran calado, que conviene no infravalorar con posturas reduccionistas.
Para empezar, es justo reconocer que la pena de prisión permanente revisable estaba en el programa electoral del PP, con lo que el Gobierno no ha hecho más que cumplir una promesa. E igual sucede con otros cambios relevantes, como el castigo ejemplar de múltiples conductas de contenido sexual con menores de 16 años y las medidas de seguridad postdelictuales para sujetos imputables peligrosos. Los hace avalado por una mayoría parlamentaria suficiente, obtenida democráticamente en los últimos comicios generales. Y aunque sería deseable un amplio consenso en la introducción de este tipo de reformas jurídico-penales, lo cierto es que el pactismo ha brillado por su ausencia en las numerosas modificaciones de nuestro parcheado CP –ésta será la vigésimo-séptima, al nivel de importancia de las acaecidas en 2003 y 2010.
Sin embargo, la tramitación actual no queda exenta de críticas, desde una perspectiva de técnica legislativa. Como bien señalan los 60 catedráticos que suscriben un manifiesto crítico publicado horas después de la aprobación parlamentaria, el Gobierno ha burlado las garantías procedimentales legalmente establecidas para leyes que afectan a derechos y libertades fundamentales. El Proyecto remitido al Senado incluye regulaciones que no fueron objeto del preceptivo dictamen previo por parte de los órganos consultivos del Estado, y algunas de ellas carecen del necesario informe sobre la viabilidad de su aplicación. Una práctica que –cuanto menos– roza el fraude de ley, al suponer una “utilización arbitraria del poder” en el ámbito de la producción legislativa.
Además, no deja de tener razón el diputado Emilio Olabarría (PNV), ponente de la Comisión de Justicia del Congreso, cuando denuncia que la tramitación de la reforma ha sido “paranormal”. Una afirmación que suscribe Montserrat Surroca (CiU), que la califica de “atropello”. Y es que resulta cuestionable democráticamente haber tenido paralizado el Proyecto más de un año en el Parlamento, ampliando semanalmente el plazo de presentación de enmiendas al articulado, y acto seguido acelerar el informe y el dictamen de la Comisión para aprobar el texto definitivo sin más cambios sustanciales que los planteados en un centenar de enmiendas del Grupo Parlamentario Popular.
En cualquier caso, la reforma del CP que pasa ahora al Senado se articula en torno a cinco grandes ejes vertebradores. En primer lugar, se lleva a cabo una profunda modificación del sistema de consecuencias penales a través de tres elementos: a) la incorporación de la prisión permanente revisable como pena para delitos de excepcional gravedad (homicidios terroristas, asesinatos con agravantes específicas, regicidio, genocidio y crímenes de lesa humanidad); b) la ampliación del ámbito de aplicación de las medidas de seguridad –especialmente, la libertad vigilada– como instituciones de prevención de la peligrosidad del reo, corresponsabilizándole del riesgo social que introduce su puesta en libertad; y c) la restricción de la figura del delito continuado, para evitar límites penológicos demasiado bajos en ciertos casos de reiteración.
El Consejo General de la Abogacía Española, entre otros, nos advierte de que la novedosa prisión indeterminada es contraria a los artículos 15 y 25 CE: así, resultaría inhumano y degradante hacer prácticamente imposible la reinserción social de los presos. Pese a que el Derecho comparado y la jurisprudencia del TEDH avalan la legitimidad de la cadena perpetua sujeta a un régimen de revisión, la regulación propuesta limita excesivamente la futura puesta en libertad del reo. Hasta un mínimo de 25 años –30 ó 35 en delitos muy graves– deberá permanecer interno el condenado antes de concederle el juez de vigilancia penitenciaria la suspensión de la ejecución de la pena, abriendo paso entonces a un periodo de entre 5 y 10 años más en libertad condicional (donde se pueden imponer obligaciones y prestaciones) antes de la remisión definitiva.
La medida responde claramente a un uso simbólico del Derecho penal, cuya justificación en la alarma social que producen ciertos hechos repulsivos es discutible. Sin embargo, no hay que perder de vista que estos comportamientos son siempre residuales en el cómputo global de la criminalidad, por lo que el impacto real sobre la aflictividad del ordenamiento español será reducido. Además, la adecuada contextualización de la prisión permanente en el conjunto del sistema sancionatorio arroja un juicio más matizado, con alguna que otra luz en tan sombrío panorama. En efecto, una revisión de la situación personal del reo para anticipar su libertad no existe hoy para las penas de 25, 30 ó 40 años de prisión ni para las acumulaciones de condenas –que pueden llegar a fijar límites de cumplimiento efectivo superiores a los de esta reforma.
Por otra parte, el Proyecto sustituye la compleja regulación vigente de suspensión y sustitución de las penas de prisión por un único régimen de alternativas a la ejecución penitenciaria, que ofrece al juez opciones individualizadas –y así mayor flexibilidad en la respuesta sancionadora. Por ejemplo, podrá valorar que los antecedentes del reo no muestran suficiente peligrosidad como para denegarle la suspensión, u otorgarla cuando un delincuente no habitual repare el daño. También se impone al juez el deber de resolver motivadamente en sentencia sobre una eventual inejecución de la condena. Asimismo, la actual sustitución de la pena pasa a ser una modalidad de suspensión en la que el órgano judicial acuerda (facultativamente) la imposición adicional de multa o trabajos en beneficio de la comunidad –o, como flamante novedad, el cumplimiento de lo acordado inter partes tras un proceso de mediación.
Con todo, el principal problema de nuestro sistema punitivo –en el que la reforma ahonda– es penitenciario. La población interna en España (147 presos por 100.000 habitantes) está muy por encima de la media europea (96), pese a que la tasa de criminalidad es de las menores. Las condenas largas y la reducción de beneficios penitenciarios –sobre todo los obstáculos para el acceso al tercer grado– han duplicado el tiempo de estancia en la cárcel: 18 meses, el triple que en los países de nuestro entorno. En el Reino Unido, Alemania y Francia el promedio de reclusión “perpetua” es entre 14 y 20 años; con la prisión permanente revisable, la libertad condicional llegaría transcurridos 25 años. Si queremos solventar la masificación de los centros penitenciarios –¡una propuesta electoral del PP en 2011!–, sería conveniente fomentar el régimen abierto, anticipando así controladamente la vuelta del reo a la vida en sociedad.
En tercer lugar, se suprimen las faltas del CP, si bien algunas se incorporan como delitos leves. El Proyecto identifica la ratio legis de esta reducción penológica en el principio de intervención mínima: los asuntos menores deben abordarse mediante sanciones administrativas y civiles. Esto sucederá, por ejemplo, con las lesiones –aún graves–por imprudencia leve en accidentes de tráfico. El peaje por tal descriminalización es la pérdida de las garantías propias del proceso penal: el afectado tendrá que abonar las correspondientes tasas judiciales, mientras que el responsable no quedará amparado por la presunción de inocencia. Todo ello en el marco de la futura Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, que efectuará un traslado sistemático de muchas de las próximamente derogadas faltas al ámbito de las infracciones administrativas.
Más aún, en la Parte General del CP se limita la responsabilidad de las personas jurídicas al incumplimiento grave del deber de supervisión por los administradores, se otorga mayor discrecionalidad al juez sentenciador en la individualización de las penas por delitos leves y se generaliza el comiso como herramienta para la recuperación y gestión de activos. Finalmente, en la Parte Especial se amplían la conducta punible y la sanción de la administración desleal, los delitos contra la propiedad intelectual e industrial, el cohecho –una imagen de “tolerancia cero” con la corrupción para inmunizar al sistema–, la desobediencia a la autoridad, las alteraciones del orden público y los incendios, entre otros. Y se incorporan nuevos tipos, como el matrimonio forzado, el hostigamiento a mujeres o la divulgación no autorizada de imágenes o grabaciones íntimas consentidas.
En conclusión, el Proyecto de reforma del CP en trámite introduce modificaciones sustanciales en nuestro ordenamiento, y no puede despacharse con el simple rechazo –aún justificado– de la prisión permanente revisable. Se confirma la tendencia legislativa hacia un endurecimiento penal, si bien se atisban ciertas mejoras en la flexibilidad del sistema penitenciario. Entre las más destacadas, una mayor claridad en el régimen de alternativas a la ejecución de las penas de prisión y un supuesto privilegiado de adelanto de la libertad condicional para quienes cumplen por primera vez una pena corta de prisión.
Arturo González de León Berini, profesor de Derecho Penal de la Universitat Abat Oliba CEU
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